martes, 25 de abril de 2017

Para «Pisitos»

         No recuerdo muy bien qué sucedía  en  Una casa para siempre, el cuento de Vila-Matas, aunque a mí me quedó tras su lectura cierta sensación de amenaza, como si la decisión de comprar una casa fuera algo irrevocable. Durante meses quedaba en el portal con alguien de la inmobiliaria y subíamos a ver pisos, algunos con los inquilinos dentro. La huella de los cuadros en las paredes, el palimpsesto de empapelados y el frigorífico abierto  me traían de nuevo a la cabeza el título de aquel cuento. La verborrea del vendedor, cantando las excelencias del piso, me molestaba -¿me dejas un rato sola?-. Marcharse él y la casa me habló. El sol de invierno iluminaba un rectángulo del parqué. Tras el cristal, los tejados. En ese instante justo, decidí comprar. Ahora los amigos ríen cuando digo, por experiencia propia, que las casas hablan. Si los vendedores les dejan, claro. 
     Han pasado 17 años desde entonces. Me siguen gustando su luz y los tejados, y ya acuchillé el parqué. A veces, tengo un sueño recurrente en el que parte del techo de la cocina se ha derrumbado y se ha abierto en la sala un enorme socavón, que me obliga a caminar por su perímetro con extremo cuidado. Vienen con inusual rapidez el perito del seguro y los gremios. Los albañiles comienzan a picar una pared de la cocina -esa no- les digo, muy afectada por mis últimas lecturas sobre errores médicos -que da a un dormitorio-. Se desvanece el polvo y descubrimos atónitos, al otro lado del agujero, un cuarto ciego, que no figuraba en el plano del piso. En algunos sueños me despierto, de repente, sin que me haya dado tiempo a decidir nada sobre el nuevo espacio -lleno de posibilidades- dicen y en otros, en cambio, les apremio a que levanten el tabique otra vez  y  lo alicaten de suelo a techo, sin demora. Que renuncie  a 11 metros cuadrados y a una isla en la cocina los desconcierta. Comienzo ya a justificarme, cuando de pronto me despierto y  la realidad me deja con la palabra en la boca. Abro la puerta del dormitorio y me tranquiliza comprobar que el suelo y el techo siguen ahí, firmes. No comprendo esa mirada de estupor de los albañiles. Me gustaría regresar al sueño, mostrarme razonable y pedirles que lo quiero todo bien sellado, aislado, como antes- ni una rendija de luz- sonrío, pero temo regresar  al sueño equivocado. 
       Recuerdo haber leído en un libro de Ferrer Lerín  sobre un estudio de arquitectura, que se hallaba especializado en el diseño, a demanda del cliente, de cuartos recónditos, cámaras secretas que no se registraban en los planos oficiales del edificio. Lejos de extrañarme tal nicho de mercado, desconocido para mí hasta aquel entonces, yo me hacía mil preguntas sobre cómo blindaría la empresa ese secretismo, por el que se barajaba haber pagado altas cifras, nunca confirmadas. Me acordaba de  los constructores de las pirámides, enterrados en vida en alguna película de semana santa de mi infancia e incluso del ingenuo Ícaro, en una enciclopedia  de tercer curso de mi padre, volando hacia el sol con su secreto. Antes se pagaba con la muerte. 
     Quizá haya existido esa demanda desde siempre: una cámara mortuoria, un armario ropero de doble fondo, un cuarto desde el que espiar a los huéspedes, un búnker, un zulo, una habitación del pánico, una habitación propia. A qué viene esa cara pues, cuando digo que la quiero bien sellada, si tengo la certeza de que tarde o temprano llega un intruso y la profana. Ni una rendija, oye.
Irene Miguelena Adot

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