No recuerdo muy bien qué sucedía en Una casa para siempre, el
cuento de Vila-Matas, aunque a mí me quedó tras su lectura cierta
sensación de amenaza, como si la decisión de comprar una casa fuera algo
irrevocable. Durante meses quedaba en el portal con alguien de la
inmobiliaria y subíamos a ver pisos, algunos con los inquilinos dentro.
La huella de los cuadros en las paredes, el palimpsesto de empapelados y
el frigorífico abierto me traían de nuevo a la cabeza el título de
aquel cuento. La verborrea del vendedor, cantando las excelencias del
piso, me molestaba -¿me dejas un rato sola?-. Marcharse él y la casa me
habló. El sol de invierno iluminaba un rectángulo del parqué. Tras el
cristal, los tejados. En ese instante justo, decidí comprar. Ahora los
amigos ríen cuando digo, por experiencia propia, que las casas hablan.
Si los vendedores les dejan, claro.
Han pasado 17 años desde entonces. Me siguen gustando su luz y los
tejados, y ya acuchillé el parqué. A veces, tengo un sueño recurrente en
el que parte del techo de la cocina se ha derrumbado y se ha abierto en
la sala un enorme socavón, que me obliga a caminar por su perímetro con
extremo cuidado. Vienen con inusual rapidez el perito del seguro y los
gremios. Los albañiles comienzan a picar una pared de la cocina -esa no-
les digo, muy afectada por mis últimas lecturas sobre errores médicos
-que da a un dormitorio-. Se desvanece el polvo y descubrimos atónitos,
al otro lado del agujero, un cuarto ciego, que no figuraba en el plano
del piso. En algunos sueños me despierto, de repente, sin que me haya
dado tiempo a decidir nada sobre el nuevo espacio -lleno de
posibilidades- dicen y en otros, en cambio, les apremio a que levanten
el tabique otra vez y lo alicaten de suelo a techo, sin demora. Que
renuncie a 11 metros cuadrados y a una isla en la cocina los
desconcierta. Comienzo ya a justificarme, cuando de pronto me despierto y
la realidad me deja con la palabra en la boca. Abro la puerta del
dormitorio y me tranquiliza comprobar que el suelo y el techo siguen
ahí, firmes. No comprendo esa mirada de estupor de los albañiles. Me
gustaría regresar al sueño, mostrarme razonable y pedirles que lo quiero
todo bien sellado, aislado, como antes- ni una rendija de luz- sonrío,
pero temo regresar al sueño equivocado.
Recuerdo haber leído en un libro de Ferrer Lerín sobre un estudio
de arquitectura, que se hallaba especializado en el diseño, a demanda
del cliente, de cuartos recónditos, cámaras secretas que no se
registraban en los planos oficiales del edificio. Lejos de extrañarme
tal nicho de mercado, desconocido para mí hasta aquel entonces, yo me
hacía mil preguntas sobre cómo blindaría la empresa ese secretismo, por
el que se barajaba haber pagado altas cifras, nunca confirmadas. Me
acordaba de los constructores de las pirámides, enterrados en vida en
alguna película de semana santa de mi infancia e incluso del ingenuo
Ícaro, en una enciclopedia de tercer curso de mi padre, volando hacia
el sol con su secreto. Antes se pagaba con la muerte.
Quizá haya existido esa demanda desde siempre: una cámara mortuoria,
un armario ropero de doble fondo, un cuarto desde el que espiar a los
huéspedes, un búnker, un zulo, una habitación del pánico, una habitación
propia. A qué viene esa cara pues, cuando digo que la quiero bien
sellada, si tengo la certeza de que tarde o temprano llega un intruso y
la profana. Ni una rendija, oye.
Irene Miguelena Adot
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